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haría su suplicio más cruel y más largo. Thérèse debe sentir que nos hemos divertido con su persona por la
razón natural y simple que lleva a la fuerza a abusar de la debilidad; debe sentir que no puede escapar a su
juicio; que éste debe ser sufrido; que lo sufrirá: que sería inútil que divulgara su salida de la prisión esta
noche: no la creerían; el carcelero, totalmente de nuestra parte, la desmentiría inmediatamente. Así pues, es
necesario que esta hermosa y dulce muchacha, tan imbuida de la grandeza de la Providencia, le ofrezca en
paz todo lo que acaba de sufrir y todo lo que todavía le espera; serán otras tantas expiaciones a los
espantosos crímenes que la entregan a las leyes. Viste tus ropas, Thérèse, todavía no es de día, los dos
hombres que te han traído te devolverán a tu cárcel.
Quise decir una palabra, quise arrojarme a las rodillas de aquellos ogros, bien para suavizarlos, bien para
pedirles la muerte. Pero me arrastraron y me arrojaron a un simón donde mis dos guías se encierran
conmigo; así que estuvieron allí unos infames deseos los inflaman una vez más.
Aguántamela dijo Julien a La Rose , quiero sodomizarla; nunca he visto un trasero en el que me
sintiera tan voluptuosamente comprimido; te prestaré el mismo servicio.
El proyecto se realiza, por mucho que yo intente defenderme, Julien triunfa, y con espantosos dolores
sufro esta nueva embestida: el grosor excesivo del asaltante, el desgarramiento de estas partes, los fuegos
con que aquella maldita bola ha devorado mis intestinos, todo contribuye a hacerme sentir unos dolores
renovados por La Rose tan pronto como su camarada ha terminado. Así que, antes de llegar, fui una vez
más víctima del libertinaje criminal de los dos indignos lacayos. Finalmente entramos. El carcelero nos
recibió; estaba solo, todavía era de noche, nadie me vio entrar.
Acuéstate, Thérèse me dijo, devolviéndome a mi calabozo , y si alguna vez quisieras decir a
alguien que esta noche has salido de la cárcel, recuerda que te des mentiré, y que esta inútil acusación no te
resolverá ningún problema...
¡Y yo había lamentado abandonar este mundo!», me dije en cuanto me encontré sola. ¡Temía abandonar
un universo formado por tales monstruos! ¡Ah! Que la mano de Dios me arranque de él en este mismo ins-
tante, de la manera que mejor le parezca: no me quejaré. El único consuelo que le puede restar al infortu-
nado nacido entre tantas bestias feroces es la esperanza de abandonarlas cuanto antes.
A la mañana siguiente, no oí hablar de nada, y decidida a abandonarme a la Providencia, vegeté sin
querer tomar ningún alimento. El día después, Cardoville se presentó a interrogarme; no pude dejar de
estremecerme al ver con qué sangre fría aquel bribón venía a ejercer la justicia, él, el más malvado de los
hombres, él que, en contra de todos los derechos de esa justicia de la que se revestía, acababa de abusar tan
cruelmente de mi inocencia y de mi infortunio.
Por mucho que defendiera mi causa, el arte de aquel hombre deshonesto convirtió en crímenes todas mis
defensas. Cuando, según aquel juez inicuo, todos los cargos de mi proceso quedaron bien probados, tuvo la
impudicia de preguntarme si conocía en Lyon a un rico particular llamado señor de Saint-Florent; contesté
que sí lo conocía.
Bien dijo Cardoville , no necesito más: este señor de Saint-Florent, que confiesas conocer,
también te conoce perfectamente; ha declarado que te vio en una banda de ladrones donde fuiste la primera
en robarle su dinero y su cartera. Tus camaradas querían salvarle la vida, tú les aconsejaste que se la
quitaran; de todos modos consiguió huir. Ese mismo señor de Saint-Florent añade que, unos años después,
te reconoció en Lyon y te permitió ir a saludarle a su casa a instancias tuyas, a cambio de tu palabra de una
excelente conducta actual, y que allí, mientras te sermoneaba, mientras te estimulaba a persistir por el buen
camino, llevaste la insolencia y el crimen hasta elegir estos instantes de beneficencia suya para robarle un
reloj y cien luises que había dejado sobre la chimenea...
Y Cardoville, aprovechando el despecho y la cólera a que me llevaban unas calumnias tan atroces,
ordenó al escribano que escribiera que yo admitía estas acusaciones con mi silencio y con las impresiones
de mi rostro.
Me precipito al suelo, hago resonar la bóveda con mis gritos, golpeo mi cabeza contra las losas, con la
intención de encontrar allí una muerte más cercana, y no hallando expresiones para mi rabia:
¡Malvado! exclamé . ¡Apelo al Dios justo que me vengará de tus crímenes, descubrirá la
inocencia, te hará arrepentirte del indigno abuso que cometes de tu autoridad!
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Cardoville llama; dice al carcelero que se me lleve, dado que, turbada por mi desesperación y mis remor-
dimientos, no estoy en situación de seguir el interrogatorio; pero que, además, ha terminado ya que he
confesado todos mis crímenes. ¡Y el malvado sale tranquilamente! ¡Y un relámpago no lo fulmina del
todo!...
El caso avanzó velozmente, guiado por el odio, la venganza y la lujuria; fui rápidamente condenada y
conducida a París para la confirmación de mi sentencia. ¡En este camino fatal, y convertida, aunque
inocente, en la peor de los criminales, es cuando las reflexiones más amargas y más dolorosas acabaron de
desgarrar mi corazón! «¡Bajo qué astro fatal debo haber nacido», me decía, «para que me sea imposible
concebir un solo sentimiento honesto que no me suma inmediatamente en un océano de infortunios! ¡Y
cómo es posible que esta Providencia iluminada cuya justicia me complazco en adorar, castigándome por
mis virtudes, me presente al mismo tiempo en la cumbre a los que me aplastaban con sus crímenes!»
Un usurero, en mi infancia, quiere impulsarme a cometer un robo; me niego: se enriquece. Caigo en una
banda de ladrones, escapo de ella junto con un hombre al que salvo la vida: como recompensa, me viola.
Llego a casa de un señor disoluto que me hace devorar por sus perros, por no haber querido envenenar a su
tía. Paso, de allí, a casa de un cirujano incestuoso y homicida a quien intento evitar una acción horrible: el
verdugo me marca como a una criminal; sus fechorías se consuman sin duda: él triunfa en todo, y yo estoy
obligada a mendigar mi pan. Quiero acercarme a los sacramentos, quiero implorar con fervor al Ser
supremo del que recibo, pese a todo, tantos males; el augusto tribunal donde espero purificarme en uno de
nuestros más santos misterios se convierte en el teatro ensangrentado de mi ignominia: el monstruo que
abusa de mí y que me manosea se eleva a los más altos honores de su orden, y yo recaigo en el abismo
espantoso de la miseria. Intento salvar a una mujer del furor de su marido: el cruel quiere hacerme morir
derramando mi sangre gota a gota. Quiero ayudar a un pobre: me roba. Ofrezco ayuda a un hombre
desmayado: el ingrato me hace dar vueltas a una rueda como una bestia, y me ahorca para deleitarse; los
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