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es vieja; me parece que la conozco desde hace veinte
años.
Hay otra dicha: afuera está esa banda de acero,
la estrecha duración de la música, que atraviesa nuestro
tiempo de lado a lado, y lo rechaza y lo desgarra con
sus pumitas secas; hay otro tiempo.
 El señor Randu juega corazón; tú echas el as.
La voz se desliza y desaparece. Nada hace mella
en la cinta de acero: ni la puerta que se abre, ni la
bocanada de aire frío que se cuela sobre mis rodillas,
ni la llegada del veterinario con su nieta: la música
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horada esas formas vagas y las traspasa. No bien se
sienta, la niña queda suspensa; permanece rígida, con
los ojos muy abiertos; escucha frotando la mesa con el
puño.
Unos segundos más y cantará la negra. Parece
inevitable, tan fuerte es la necesidad de esta música;
nada puede interrumpirla, nada que venga del tiempo
donde está varado el mundo; cesará sola, por orden.
Esta hermosa voz me gusta sobre todo, no por su
amplitud ni su tristeza, sino porque es el acontecimiento
que tantas notas han preparado desde lejos, muriendo
para que ella nazca. Y sin embargo, estoy inquieto;
bastaría tan poco para que el disco se detuviera: un
resorte roto, un capricho del primo Adolphe. Qué
extraño, qué conmovedor que esta duración sea tan
frágil. Nada puede interrumpirla y todo puede
quebrantarla.
El último acorde se ha aniquilado. En el breve
silencio que sigue, siento fuertemente que ya está, que
algo ha sucedido.
Silencio.
Some of these days
You ll miss me honey.
Lo que acaba de suceder es que la Náusea ha
desaparecido. Cuando la voz se elevó en el silencio,
sentí que mi cuerpo se endurecía; y la Náusea se
desvaneció. De golpe; era casi penoso ponerse así de
duro, de rutilante. Al mismo tiempo la duración de la
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música se dilataba, se hinchaba como una bomba.
Llenaba la sala con su transparencia metálica,
aplastando contra las paredes nuestro tiempo
miserable. Estoy en la Náusea. En los espejos ruedan
globos de fuego; anillos de humo los circundan, y giran,
velando y descubriendo la dura sonrisa de la luz. Mi
vaso de cerveza se ha empequeñecido, se aplasta
sobre la mesa; parece denso, indispensable. Quiero
tomarlo y sopesarlo, extiendo la mano... ¡Dios mío! Esto
es, sobre todo, lo que ha cambiado: mis ademanes.
Este movimiento de mi brazo se ha desarrollado como
un tema majestuoso, se ha deslizado a lo largo del
canto de la negra; me pareció que yo bailaba.
El rostro de Adolphe está ahí, apoyado contra la
pared chocolate; parece muy próximo. En el momento
en que mi mano se cerraba, vi su cabeza; tenía la
evidencia, la necesidad de una conclusión. Oprimo mis
dedos contra el vidrio, miro a Adolphe: soy feliz.
 ¡Ahí está!
Una voz se lanza sobre un fondo de rumores. Es
que habla mi vecino, el viejo. Sus mejillas ponen una
mancha violeta sobre el cuero pardo de la banqueta.
Una carta restalla contra la mesa. Malilla de oros.
Pero el muchacho de cabeza perruna sonríe. El
jugador coloradote, curvado sobre la mesa, lo acecha
de soslayo, pronto a asaltar.
 ¡Y ahí tiene!
La mano del muchacho sale de la sombra, planea
un instante, blanca, indolente; luego cae de improviso
como un milano y aprieta un naipe contra el tapete. El
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gordo colorado salta por el aire:
 ¡Mierda! Éste alza.
La silueta del rey de corazones aparece entre
dedos crispados después alguien la vuelve de narices
y el juego continúa. Hermoso rey, venido de tan lejos,
preparado por tantas combinaciones, por tantos gestos
desaparecidos. Ahora desaparece a su vez, para que
nazcan otras combinaciones y otros gestos, ataques,
réplicas, vueltas de la fortuna, multitud de pequeñas
aventuras.
Estoy emocionado, siento mi cuerpo como una
máquina de precisión en reposo. Yo he tenido
verdaderas aventuras. No recuerdo ningún detalle, pero
veo el encadenamiento riguroso de las circunstancias.
He cruzado mares, he dejado atrás ciudades y be
remontado ríos; me interné en las selvas buscando
siempre nuevas ciudades. He tenido mujeres, he
peleado con individuos, y nunca pude volver atrás, como
no puede un disco girar al revés. ¿Y a dónde me llevaba
todo aquello? A este instante, a esta banqueta, a esta
burbuja de claridad rumorosa de música.
And when you leave me
Sí, yo que tanto gusté de sentarme en Roma a
orillas del Tíber; de bajar y remontar cien veces las
Ramblas de Barcelona, a la noche; yo que cerca de
Angkor, en el islote de Baray de Prah-Kan vi una
baniana que anudaba sus raíces alrededor de la capilla
de los nagas, estoy aquí, vivo en el mismo instante que
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los jugadores de malilla, escucho a una negra que
canta mientras afuera vagabundea la noche débil.
El disco se ha detenido. [ Pobierz całość w formacie PDF ]

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